En el ciclo que hoy vemos descomponerse la derecha ha tenido un poder enorme. Bajo la administración constante de la Concertación, el poder ha sido depositado en la derecha política y económica. La agonía de este ciclo supone la agonía de la derecha. La depresión de Longueira simboliza las fuerzas exánimes de un proyecto que empieza a retirarse de la historia. El país anormalmente libremercadista, anormalmente conservador en sus leyes, anormalmente temeroso de los cambios institucionales; empieza a cuestionar la anormalidad. El cambio en el sentido común que los movimientos sociales han producido ha sido un corrosivo para la arquitectura armada durante la dictadura y que todavía nos rodea.
La fortaleza histórica de la derecha durante la transición política es un hito anormal en la historia de Chile. No es que la derecha no haya tenido poder antes, pues de hecho casi nunca ha dejado de tenerlo. Pero nunca antes había logrado operar con tanto éxito en la dimensión electoral, nunca había logrado aparecer formalmente tan democrática ni había conseguido hacer viable su extremo conservadurismo y su cultura de la desigualdad de un modo tan sutil y liviano. Las reformas que constituyeron al nuevo empresariado durante la dictadura, la reivindicación ideológica y la configuración material de la desigualdad, las regresiones en la salud pública reproductiva hasta convertir a Chile en bastión de la aguda normatividad sexual de Juan Pablo II, la solidificación del valor del orden como prioridad; fueron algunos de los rasgos que cambiaron el hábitat del país. Y en este hábitat artificialmente creado, la derecha podía ser relevante. Un escenario social y cultural específico, más dispositivos de control político durante la transición, sumado a una coalición rival como la Concertación que sacrificó su programa y su alma por ser gobierno e integrarse a los beneficios del modelo; permitieron a la derecha su época más floreciente, donde el poder de sus ideas (e incluso de sus ‘no ideas’) parecía incontrarrestable.
Los movimientos sociales desde 2011 acabaron con la estructura transicional porque le quitaron su premisa: la política debía ser de baja intensidad para ser soportada por las instituciones postdictatoriales. Como la política se tornó de alta intensidad y el escenario que habitamos hoy es de politización, el orden institucional (que va desde las prácticas regulares hasta la formalidad de las instituciones) se ha tornado impertinente. En este escenario las dos energías fundamentales de la sociedad han sido la transformación y la conservación.
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El poder se mueve hacia su último bastión. Todo cuerpo se resiste a morir, toda época también. La última frontera es la Concertación, mejor dicho, es simplemente Bachelet. Sobre sus hombros pesa toda la administración de este fin de ciclo. Su triunfo obvio y seguro hoy pesa toneladas. No habrá a quien culpar, no se podrá ser gobierno y oposición a la vez, se le hará entrega de todo el poder para que invente un punto donde la democracia mejore sin molestar a los fácticos, donde la transformación aumente sin molestar a los conservadores, es decir, donde se armonicen los contrarios.
Pero esta época no es de armonía. Hoy no se armonizan los contrarios. Más bien se contradicen los armónicos. Si Longueira es el símbolo de la gran depresión de todo el orden transicional, Bachelet es el punto de anudación del final de ese ciclo. A veces una fuerza política logra en la historia ser la última frontera de la era que se muere y la primera semilla de la era que nace. No sabemos si Michelle Bachelet lo logrará. Si la derecha habita en la depresión y la Concertación en el silencio, es discutible que el orden que han administrado tenga algún futuro.
Fuente.
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